CAPITULO VIII
Hemos de seguir la regla de vida enseñada por Jesucristo.
Nos obliga a amar a Dios y siempre en todo momento odiar el pecado.
Debemos odiar el pecado prometiendo no caer deliberadamente en él, ni por amor ni por miedo de cualquier cosa.
Debemos amar a Dios sobre todas las cosas, y con todo nuestro corazón.
Aprendemos a amar a Dios, suplicándole que nos enseñe a amarle diciéndole: "Oh Dios mío, enséñame a amarte".
Nos conducirá a pensar qué bueno es Dios; frecuentamente nos llevará a conversar con El en nuestros corazones; y siempre nos conducirá a procurar complacerle en todo.
Sí, también nos manda a amarnos los unos a los otros sin excepción, por amor a El.
Nos amamos los unos a los otros cuando deseamos toda clase de bien para ellos, cuando rezamos por ellos y sus necesidades, sin en ningún momento pensar en perjudicarlos o desearles mal, ni en pensamiento, palabra u obra.
Si, estamos obligados a amar a nuestros enemigos; no solamente al perdonarles, sino al desearles el bien, y al rezar por ellos.
Si, nos ha dado otro gran precepto con estas palabras: "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a si mismo, tome su cruz de cada día, y sigame" (Lc. 9,23).
Hemos de negarnos a nosotros mismos por medio del sacrificio de nuestra propia voluntad, y yendo en contra de nuestros propios caprichos, inclinaciones, y pasiones pecaminosas.
Estamos obligados a negarnos a nosotros mismos porque nuestras inclinaciones naturales tienden al mal desde nuestra infancia; y, si no se corrigen por medio de la mortificación, nos conducirán, por cierto, al infierno.
Hemos de cargar la cruz de cada día sometiéndonos con paciencia a las labores y sufrimientos de esta vida corta, y soportándolos voluntariamente por amor a Dios.
Hemos de seguirle pisando sobre sus huellas e imitando sus virtudes.
Hemos de aprender de Nuestro Bendito Señor: la mansedumbre, la humildad, y la obediencia.
Los enemigos de nuestra diaria lucha son: el diablo, el mundo y la carne.
Por el diablo se quiere decir Satanás y todos sus ángeles que se rebelaron contra Dios y quienes siempre están procurando llevarnos al pecado, para que nos condenemos como ellos.
Por el mundo se quiere decir las promesas falsas, las vanidades, las riquezas y los placeres de este mundo que nos alejan de Dios y de sus mandamientos.
Se incluyen porque siempre están procurando, por medio de las tentaciones y atracciones y obras falsas, llevarnos a la condenación.
Por la carne se quiere decir nuestras propias pasiones e inclinaciones corrompidas, que son las más peligrosas de todos nuestros enemigos, porque nos destruyen a nosotros mismos.
Para poder impedir que los enemigos de nuestra alma nos arrastren al pecado, debemos ser vigilantes, y debemos rezar a luchar enérgicamente contra sus invitaciones y tentaciones.
Debemos de depender no de nosotros mismos, sino sólo de Dios. "Todo lo puedo en Aquél que me conforta" (Flp. 4,13).